martes, 28 de julio de 2009

La Playa



El aire caliente y húmedo, denso en la noche de verano, la hace respirar con dificultad, inspira y se le llenan de salitre los pulmones; confusamente escucha el rumor del mar cercano. Hace rato que ha dejado de protestar y resistirse, y tan sólo salen gemidos de su garganta. Las manos de su Señor le sujetan las muñecas con fuerza por encima de la cabeza, y el vaho que sale de su boca cercana le licua el sudor en el cuello, siente el pelo húmedo, adherido a la piel. El capó del coche, convexo y duro contra su espalda, arquea y expone su cuerpo como en una ofrenda y se siente vulnerable, deliciosamente vulnerable.

Hay otras manos, otra boca recorriendo su silueta. Bajo las palmas de esas manos llenas de oscuridad puede sentir el ansia, el deseo brutal de un sátiro, y hace rato que sus pezones y todos sus poros se han rendido a ellas salientes y endurecidos. La boca es un desenfreno de saliva ácida en su sexo, la lengua se mueve con la avidez de un reptil buscando su guarida, y en su recorrido los dientes tropiezan con el clítoris erecto, mordiéndolo con saña.




El tiempo se estira infinito y su deseo de ser penetrada se vuelve insoportable. De forma irreal advierte cómo el flujo resbala por sus piernas y sus nalgas, cómo los labios de su vulva se abren despacio y esponjados. Abre las piernas y dobla las rodillas exponiendo aún más su deseo al desconocido. El Señor le suelta las muñecas y lleva sus manos hasta los pezones, los pellizca y retuerce, su lengua los lame con la precisión de un virtuoso. Es la señal, y nota cómo el coche se hunde bajo el peso de aquélla lujuria que se tiende sobre ella dejándola sin aliento. Sus proporciones son descomunales pero armoniosas, su negra piel es aún mas oscura contra la oscuridad. Su polla, dura y caliente, se le acerca imperiosa, la penetra como si no tuviera medidas, la llena hasta que parece tocarle las entrañas. Ebrio de deseo comienza entonces su danza, le oye gruñir, le palpa el sudor cuando le alcanza las nalgas, siente los testículos golpeando cerca de su ano, el vello púbico arañándole el clítoris en cada embestida.




Hace rato que el Señor la ha abandonado a su suerte y se limita a contemplar el espectáculo. Cuando vuelve a su lado es para susurrarle al oído: He buscado esta polla para ti, mi puta deliciosa, disfrútala y arráncale la gran corrida que le he prometido. Aquello es suficiente. La voz grave y sensual de su Señor la agrieta por dentro, le contrae los músculos, hace que su espalda se arquee y los movimientos rítmicos de su pelvis se funden con los espasmos del semental que la desplaza en su última embestida y la inmoviliza contra el capó; un orgasmo simultaneo rasga la playa.

Sudorosa, desmadejada, todavía jadeante escucha de nuevo la voz de su Señor: Debes vestirte, la noche aún no ha terminado...